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viernes, 9 de marzo de 2018

LAS GAFAS MÁGICAS



Manolo estaba fascinado. Era la primera vez que visitaba China. ¡Qué país!, decía para sí cada vez que contemplaba las maravillas de aquella cultura milenaria. Aunque se trataba de un viaje de trabajo, Manolo encontró tiempo para visitar la Ciudad Prohibida, la Gran Muralla y hasta los célebres guerreros de Xian, el imponente ejército de terracota con sus caballos, sus armaduras... ¡Qué país! También tuvo ocasión de hacer algunas compras. Souvenirs, perfumes (de imitación, claro) para su mujer que había quedado en casa... ¡Déjame de viajes! -le había dicho-, ya tengo bastante con aguantarte aquí, y no me apetece tener que aguantarte también en la China.
Manolo quería darse también él, algún capricho. Una estilográfica de imitación, una corbata... baratijas. Quería llevarse algo mejor como recuerdo, eso le dijo a su guía chino, y el guía le prometió que encontraría algo muy especial para él. Al día siguiente, que era el anterior al viaje de vuelta, el guía se puso misterioso y le llevó a una óptica. En la tienda susurró al oído del encargado, y les hicieron pasar a un pequeño gabinete privado donde el optometrista, después de graduarle la vista, le hizo entrega solemne de un par de gafas de aspecto corriente en un estuche de lo más convencional. Manolo quiso probárselas allí mismo, pero el óptico y el guía se lo impidieron. Aquí no -le dijo el guía-, ven conmigo. Lo llevó a la calle, y allí Manolo se puso sus nuevas gafas. ¡Fantástico! Ante su asombrada mirada, todas y cada una de los cientos de personas que abarrotaban la concurrida avenida pekinesa aparecieron ¡completamente desnudas!

Se quitó las gafas y todo el mundo volvió a estar vestido. Se las puso y ¡zas!, otra vez desnudos. Aquel era uno de sus sueños infantiles desde que vio El hombre con rayos X en los ojos, la mítica película de Roger Corman en la que su protagonista, Ray Milland, desnudaba a las chicas con la mirada. Pero esto era mejor todavía, porque Ray Milland sólo veía huesos, mientras que ahora él, sí él, Manolo López Palomares, podía recrearse viendo a las chicas desnuditas. ¡Qué país! ¡Qué gran país! ¡Qué tecnología! Abrazó emocionado a su guía. Pagó por las gafas lo que le pidió el optometrista. Algo caras, si, pero merecían la pena. En su hotel miró con sus gafas a las recepcionistas, a las camareras de las habitaciones. Desde el taxi, camino al aeropuerto, se iba fijando en las muchachas más hermosas, se ponía sus gafas y ¡zas!, desnuditas. Se las volvía a quitar, y vestidas. Manolo estaba como un chico con zapatos nuevos, con gafas nuevas, mejor dicho. ¡Que felicidad! En el avión se puso las gafas para ver desnudas a las azafatas. Se las quitaba y vestidas; se las ponía y desnudas. En el metro, ya camino de casa, lo mismo, sin las gafas, chicas vestidas; con las gafas, chicas desnudas. Antes de entrar en su casa vio a su vecina, aquella rubia espléndida, cuidando el jardín. A ver: con las gafas puestas, desnuda, ¡qué maravilla!, se las quitó y volvió a verla vestida. Todo en orden.

Entró en casa. Subió al dormitorio con las gafas puestas. Allí estaban su mujer y su amigo Paco ¡desnudos! A ver: se quitó las gafas, y lo mismo, ¡desnudos! Se las volvió a poner, ¡desnudos! Se las volvió a quitar, ¡desnudos!...
Manolo siempre había sido un hombre pacífico, pero aquello hizo que estallara toda su frustración. ¡Vaya mierda de gafas!, exclamó haciéndolas pedazos. ¡Recién compradas y ya no funcionan! ¡Chinas tenían que ser!

-Amor mío, prepárate que voy a amarte.
-Por mí como si quieres irte a Júpiter, pero déjame dormir.



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